Mi experiencia escolar, como muchas otras, es el resultado de buenas, malas y nulas relaciones entre los estudiantes como individuos y éstos mismos como un grupo frente al profesor de turno. En general, el comportamiento del alumnado se adaptaba a la disposición y a la imagen que entregaba el docente, algunos eran más temidos que respetados, lo que aseguraba un silencio casi sepulcral en el aula que, de todas maneras, no se traducía en buenas calificaciones y que, como suele ocurrir, se centraban únicamente en aquella estudiante destacada y su grupo de amigas. Sin embargo, habían otros profesores que, aunque no conseguían ese preciado silencio, sí podían llamar la atención de la estudiante y sus ganas de aprender, al menos en su mayoría.
En mi caso, hubo dos profesores de lenguaje, ambos jóvenes y dinámicos que marcaron la diferencia. Por un lado, una recién egresada, sobresaliente, que se esmeraba en cada detalle, que cuidaba de las estudiantes con un cariño fraternal y se dedicaba a enseñar una y otra vez, grupo a grupo y de diversos modos para que todas pudieran entender e interesarse en la materia. Por otro lado, un actor dedicado a la docencia y con grandes conocimientos, que con cierto dramatismo y su cuota de humor podía animar clases normalmente “tediosas”. Algo que compartían ambos, era la cercanía que tenían con sus estudiantes, que desafiaban la tajante diferencia que impone la sociedad y el establecimiento educativo entre el rol del profesor y el alumnado. No se trataba sólo de pasar materia, había preocupación especial y particular para con las estudiantes que no sólo se reflejaba en la buena relación y conducta, sino también en las calificaciones finales.
Fueron pilar fundamental para muchas estudiantes de la generación, sobretodo considerando que el establecimiento era y es, actualmente, uno de aquellos que se esfuerza por el reconocimiento a través de sus buenos resultados en pruebas estandarizadas y que prepara tempranamente, a eso de séptimo básico, para la PSU. En este punto, era importante sentirse un poco menos presionadas por alguien, porque no es exagerado decir que ese colegio dejó a muchas de sus estudiantes con problemas nerviosos y sin poder lidiar con el estrés. Hay que considerar que, como establecimiento educativo para señoritas que forma parte de una red de colegios que se caracteriza por dar acceso y una buena educación para “todos” y en especial a los sectores medios de la sociedad, la presión y la competitividad era muchísima. Competía con los colegios de esta misma red y la comparación siempre se daba con respecto a establecimientos mixtos o para varones. De alguna manera querían demostrar que un colegio para niñas podía ser bueno y obtener incluso mejores resultados utilizando el mismo método educacional que otra institución, y aunque personalmente considero que el propósito podía no ser tan descabellado, la forma en que se daba en la práctica decaía un poco.
Pero también es necesario, destacar cualidades del método de trabajo que tenían en general los profesores del colegio y este era el fomentar grupos de discusión; grupo para un informe de química, trabajos en parejas de lenguaje o historia, tríos para revisar las pruebas de matemática, por nombrar algunos. Y si bien esto podía generar ciertas rencillas entre los grupos al interior del curso, internamente en los grupos parecía haber cierto orden, o al menos yo tuve esa fortuna. Coincidía con los gustos y talentos variados de amigas. Existía compenetración y confianza en lo académico entre todas a pesar de que ninguna fuera de las más destacadas del curso, cada una tenía su punto fuerte: historia, matemática, biología y lenguaje. ¿Por qué mencionarlo? Porque supongo que es parte de lo que debiera ser la experiencia escolar, un compartir de saberes y el apoyo entre todos para resolver la tarea; dentro del grupo nadie copiaba la idea de nadie, tampoco se dejaba que quien más supiera lo hiciera todo sino que era una ayuda constante para hacer que todas entendieran, y que si el profesor no podía con su método ayudar a alguna a aprender, estaba esta compañera que sabía un poco más que podía orientar el saber de la otra.
A veces, vale más tener buenas compañeras y equipo de trabajo que tener un buen profesor, al menos así lo dicta mi experiencia. Considerando que a mí desde una temprana edad siempre se me complicaron las matemáticas en extremo (y que eso conllevó bastante frustración y creó rechazo por esa área que aún no adoro), desde que conocí a mis amigas, gracias a su ayuda llegué incluso a tener promedios que superaban el 6.0, algo impensado y que seguramente jamás hubiera logrado sin tener esa constante ayuda y disposición que no había encontrado en mi profesora de esos años.
Pienso que como futuros docentes, debemos siempre recordar nuestra experiencia en el colegio: lo bueno, lo malo y lo que nunca fue. Recordar que todos son distintos y que tienen diferentes intereses y gustos, recordar que no es una etapa sencilla, que aunque nuestros padres y la sociedad se encargan de decir siempre que el colegio es la única preocupación, no lo es; que existe una persona que está creciendo y se está formando, que será un adulto que es resultado de las buenas y malas decisiones que tome, y que un profesor, un amigo o incluso un ambiente, puede afectar en esas decisiones.
Por Stephany Parra
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